Gemma Solsona es una autora de relatos que embruja con sus historias de hadas, maullidos, casas misteriosas y recuerdos. No solo sus historias están impregnadas de magia, sino también el lenguaje que utiliza en sus relatos y que ayuda a crear una atmósfera del que uno no puede, ni quiere, salir. Hablamos con la autora de “Lola Lemon” de escribir como si rodáramos una película, de gatos que nos inspiran, de vivir con el cuento y de cómo darle una segunda vida a un relato a través de las ilustraciones.
– Lola Lemon, la protagonista del relato que hemos escuchado en “Vivir del cuento”, está envuelta en un aura de misterio y de irrealidad. ¿Qué papel tiene la atmósfera en tu obra, Gemma?
– Creo que debería decir que la atmósfera es muy importante en lo que escribo, aunque más bien es una afirmación que me viene dada por todas las veces que me han comentado que es uno de los elementos más importantes en mis historias. Creo que eso va muy ligado con las filias que tengo y que se acaban filtrando en mi escritura. Una de las cosas buenas de hacerse mayor es que acabas reconociendo todo aquello que te gusta, y a mí me encantan los espacios, las casas y los castillos. Cuando voy de viaje, me apasiona visitar casas de escritores o lugares que me llaman la atención por razones históricas o culturales. Me apasiona visitarlos, ver los objetos y tocar las paredes. No soy nada mística, pero creo en el espíritu que puede estar dentro de las casas.
Sí que es verdad que en la literatura decimonónica las descripciones eran tan importantes como la trama, porque si eras un lector de Inglaterra era difícil hacerse una idea de cómo era Nueva York o el Madrid de Benito Pérez Galdós. Hoy todos tenemos una imagen en la cabeza cuando leemos acerca de Nueva York y, si nos hablan de un castillo en los Alpes, podemos buscarlo en Internet e incluso ver cómo son sus retretes.
Por eso, en mis descripciones no busco tanto que el lector se haga una idea de cómo es el lugar, sino crear atmósferas y descripciones humanizadas de los espacios que le hagan sentirse dentro de ellos.
– ¿Tiene algo que ver tu formación como comunicadora audiovisual en esta forma tan sensorial de crear atmósferas y narrar?
– Sí, desde luego, porque desde pequeña he sido una apasionada del cine clásico. ¡En el juego del Trivial era un hacha en las preguntas de la temática, porque había visto una infinidad de películas! Mi abuela guardaba en una caja postales de actores y actrices del cine clásico. Con ocho años, yo quería bailar como Fred Astaire y con Ginger Rogers, y quería ser Marilyn Monroe. Luego me he quedado en lo que soy… (ríe).
Cuando tuve que elegir carrera me decanté por Comunicación Audiovisual. Ahí me pegué el primer encontronazo con la realidad, porque vivir del cine no era vivir del cuento. Vi que si me quería ganar la vida, tenía que buscar otras opciones: así es como acabé primero en la producción de publicidad y luego en la comunicación corporativa y el marketing, que son otra forma de expresarte y es en lo que ahora trabajo.
Sin embargo, creo que el cine siempre ha estado allí, y pienso en imágenes. Muchas veces empiezo un relato a través de una escena que tengo en la cabeza. Por eso intento que el lector se sienta dentro de la historia y pueda pasear por los espacios que he imaginado. Creo que esa forma de escribir me la ha dado el cine. Las películas y los libros han sido dos de las mejores compañías que siempre he tenido.
– Me da la impresión de que escribir es la forma más económica y asequible de rodar una película, la película que tienes en la cabeza, sin restricciones presupuestarias ni un gran equipo. Desde la producción hasta el maquillaje, todo está en tu mente y lo plasmas tal y como lo sueñas.
– Estoy totalmente de acuerdo. Muchas veces me he planteado si hubiera tenido que elegir la carrera de periodismo, porque parece que está más relacionada con la escritura, pero el periodismo habla de la realidad y lo que a mí me gusta escribir es justo lo contrario a la realidad, aunque a través de la fantasía puedas decir cosas tan o más importantes que a través del realismo. En la carrera, me gustaba especialmente la asignatura de guion, porque consistía en crear historias. Además, escribo desde que tengo uso de razón. Cuando tenía siete u ocho años, mi abuela se dedicó a reescribir mis cuentos en una libretita que todavía conservo, con una caligrafía pulcra y redonda. Tituló el libro como Cuentos de la niña Gemma Solsona Asensio, lo guardo como un tesoro. Salvando las distancias, me recuerda al libro Cuentos de la infancia, de Ana María Matute, una autora que me apasiona.
Hay otro motivo por el que no me he dedicado más al mundo audiovisual, y es que soy bastante negada en lo técnico. Una cosa es que en mi cabeza tenga las imágenes y las pueda escribir, y otra muy distinta es tenerlas que reproducir a través de una cámara, teniendo en cuenta la iluminación, el audio… Siempre me había atraído más la organización, la comunicación y la escritura abstracta. Me parece mucho más sencillo inventar historias a través de un teclado que de una cámara.

– El cuento de “Lola Lemon” forma parte de la colección Maullidos, que es tu segundo libro de relatos y está publicado por la editorial Stonberg. Todos los cuentos están ilustrados por Judit García-Talavera. ¿Te gusta trabajar con ilustradores?
– Sí, me gustaría pensar que mis relatos tienen visibilidad, que están escritos con los cinco sentidos y crean atmósferas. Me encanta que un ilustrador o una ilustradora entre en mis historias y las vuelva a contar a través de su trabajo, destacando elementos distintos a los que tú habías subrayado. Es casi como volver a vivir tu cuento. Me gustan los libros ilustrados tanto como escritora como lectora. Los llamo libros joya, porque son exclusivos y los quieres guardar en tu mesita de noche para abrirlos de vez en cuando y deleitarte con una ilustración. Es con lo primero que disfrutamos cuando éramos pequeños, ¿no? Los libros ilustrados te permiten gozar el doble de las historias.
– ¿Cómo se desarrolla la colaboración? ¿Siempre es el ilustrador quien lee el cuento y hace una propuesta?
– De momento siempre hemos trabajado de una forma reactiva, es decir, que el cuento es la raíz y el ilustrador sugiere qué escenas representativas quiere plasmar. No tiene por qué ser siempre el clímax, puede que a la ilustradora le llame la atención otra escena, en función de sus preferencias. En un proyecto con Judith García-Talavera que ahora estamos a punto de finalizar, nos planteamos hacerlo al revés: que a través de una explicación sobre los cuentos que quería escribir, ella hiciera la ilustración y, a partir de la imagen, yo elaborara los relatos. Pero no lo conseguimos, porque yo me emocionaba y empezaba a escribir antes de que Judith hubiera hecho las primeras pinceladas. Judith es mucho más tranquila, con lo que al final volvimos a trabajar de una forma reactiva.
– Quizás en el fondo sea la forma más natural de trabajar.
– Sí. Escribir a partir de imágenes es una fuente de inspiración y una técnica creativa, pero de momento no he conseguido hacerlo en los libros que he publicado.
– Cambiando radicalmente de tema, ¿tienes gatos?
– Sí, tengo gatos: Potter y Harry, porque soy una apasionada de Harry Potter y de la magia. Los tuve después de escribir Maullidos, casi de forma instantánea. El gato es un animal que siempre me ha atraído, por el misterio que lo rodea, por su elegancia y por su independencia. El prólogo de Maullidos lo escribió Jenn Díaz, pero yo aporté un monoloprólogo en el que explicaba que existen dos tipos de personas: las personas perro y las personas gato. Las primeras van en masa por el camino que está fijado y hacen lo que deben hacer; las segundas son más libres y valientes. Yo me reconozco un poco perro, me da miedo apartarme del redil, pero al escribir me encanta ser gato, y me gusta que mis personajes lo sean. Me apasiona la personalidad felina. Soy más sierva que dueña de mis gatos.
– Tengo que confesar que yo era más de perros y quizás aún lo sea. Pero, por comodidad, hace dos años también adoptamos a un gatito, Pibe, y me tiene enamorado. No sé cómo he vivido tantos años sin gato.
– Es así. Yo en los test psicotécnicos del colegio siempre ponía que mi mayor deseo era tener un perro por esa idea de la fidelidad absoluta y la devoción. Pero la devoción que un perro siente al mirar a su dueño es la que yo siento cuando miro a mis gatos. Que el felino se te acerque por voluntad propia, se te siente en el regazo y te ronronee o te mire con ojos de cariño es la gloria. Me encanta su capacidad para hacer lo que les da la gana en cada momento y sé que tengo que aprender mucho de ellos. De Harry y de Potter, aún más.
– ¿Por qué congenian tan bien los escritores y los gatos?
– Es verdad que puedes estar intentando concentrarte en escribir y ellos hacen lo que les sale de las narices: se ponen encima del teclado o se pasean por tu espalda para subirse a una estantería, pero también es cierto que requieren mucha menos atención que los perros. Además, son animales misteriosos, su mirada es mucho más intrigante que la de un perro y te lleva a intentar adivinar qué se oculta en ella. Creo que quien escribe un relato está intentando extraer el misterio de una historia, su esencia. Por eso creo que los gatos son más literarios.
«Quien escribe un relato está intentando extraer el misterio de una historia»
– Además de los gatos, hay tres ingredientes que no faltan en tu obra: la nostalgia, la oscuridad y lo fantástico. ¿De dónde proviene esta mirada?
– Con los años me he dado cuenta de que mis historias basculan siempre en este triángulo. En muchas de mis historias hay una mirada hacia el pasado, una evocación nostálgica. También tienen un punto fantástico, porque para mí la escritura tiene mucho de juego, e intento buscar lo insólito en lo que me rodea, incluso en mi día a día. Si fuera capaz de explicarlo todo, la vida me resultaría aburridísima. Lo extraño es el resorte que me ayuda a contar una historia y explorar por qué está ocurriendo eso. Y, en cuanto a la oscuridad, yo siempre he disfrutado leyendo terror. Dicen que no hay historia sin conflicto, y los miedos son un gran conflicto tanto en la vida como en la escritura. En mis relatos están muy presentes mis miedos: a la soledad, al paso del tiempo, a lo monstruoso… En realidad, me encantan los monstruos, pero hablo de lo monstruoso refiriéndome a aquellas personas que critican lo diferente.
Este triángulo se ha ido formando y filtrando a través del tiempo y de las historias que he escrito. Mi primer libro, Valguamar, que escribí con Tebu Guerra y que recuerdo con cariño porque me mostró que mis historias podían ser leídas por otras personas, se compone esencialmente de nostalgia y fantasía, aunque también es oscuro, porque la muerte está muy presente y el desconocimiento que tenemos sobre ella hace que nos parezca oscura. Esa obra fue un homenaje a Gabriel García Márquez y al realismo mágico.
También hay oscuridad en Maullidos. En cuentos como el que da título al libro quería escribir voluntariamente un relato de terror.
En Casa volada creo que prima sobre todo la nostalgia. Tengo mala memoria, por lo que escribo los recuerdos, y algunas de las historias de esa colección son una reescritura de cuentos que me había contado mi abuela. En algunos relatos también encontramos un punto fantástico y de oscuridad, porque son elementos de los que no me puedo desprender.
Dentro de poco publicaré mi cuarto libro, y es el primero que he escrito voluntariamente desde una perspectiva perturbadora. Es algo que siempre me ha gustado leer, y creo que la literatura es orgánica: se forma con lo que lees, lo que ves en el cine, lo que te cuentan y lo que te gusta.
– Volviendo a Casa volada, ¿su título está inspirado en “Casa tomada”, de Julio Cortázar?
– Sí, “Casa volada” fue el primer cuento que escribí de la colección. Creo que lo que une un libro de relatos no puede ser solamente el nombre de su autor, tiene que haber un hilo que articule todas las historias. Si la escritura es orgánica, en el momento de escribir te obsesionan una serie de cosas, estás leyendo una serie de libros y estás viendo determinadas películas, y todo ello te encamina a un conjunto determinado de ideas, a unos objetos que sobresalen y que van uniéndose poco a poco en una estructura que da pie a un libro de relatos. Eso me ocurrió con Casa volada.
Cortázar es un escritor fetiche para los que escribimos relato. Cada vez que leo uno de sus cuentos descubro cosas y me pierdo en su musicalidad y en su forma de explicar los hechos. Me gustan los escritores que me lo cuentan todo de manera preciosa. Cortázar lo consigue, y “Casa tomada” es un cuento que me fascina. Trata sobre una pareja de hermanos que se va viendo expulsada de su propia casa de una forma inquietante. “Casa volada” es mi particular homenaje, habla de una casa que se acaba cansando de la procastinación de una pareja y se va volando.
Cuando estaba escribiendo los relatos que componen la colección, mi amiga Betty me recomendó la novela epistolar La ciudad y la casa, de Natalia Ginzburg. Uno de los personajes del libro dice que una casa la puedes alquilar, vender o dejar a alguien, pero siempre la llevas contigo. Entonces me di cuenta de que las historias que estaba escribiendo no existirían sin las casas en las que ocurrían los relatos. Así fue como decidí unirlos y ponerlos bajo el paraguas de ese primer cuento de homenaje a Cortázar, “Casa volada”.

– En el prólogo del libro dices que cuando estás enfrascada en el proceso de escritura de un relato, parece que todo el mundo se conjure para darte detalles que completen la historia. ¿La obsesión es necesaria para escribir?
– Creo que sí es necesario un punto de obsesión. Si estoy escribiendo sobre brujas y hadas, me da la sensación de que todo el mundo a mi alrededor me está diciendo algo, de que una persona que va por la calle tiene un perfil completamente brujil o de que una frase de una película que no tiene nada que ver es aplicable a las historias que tengo en la cabeza.
A mí ahora mismo lo que me preocupa es precisamente la gran cantidad de obsesiones que tengo por escribir. El mundo me da muchos estímulos y me tengo que esforzar para que todas las cosas, los amigos, los libros y las películas acaben confluyendo en una sola de esas obsesiones. Las ideas que escapan de esa obsesión principal las dejo apuntadas en una libreta para recuperarlas en el futuro.
«La literatura es orgánica: se forma con lo que lees, lo que ves en el cine, lo que te cuentan y lo que te gusta.».
– Además, tienes la manía de escritora de usar una libreta distinta para cada proyecto, y que la forma o los motivos del cuaderno se adapten al tema que estás escribiendo.
– Al menos lo intento, pero la vida me lo impide. Mi vida antes del confinamiento era bastante nómada y siempre estoy entre Barcelona y Girona, por lo que no puedo llevar encima muchas libretas. Además, soy bastante dispersa. Aunque intento concentrarme en un proyecto, de repente me pueden venir ideas para otro. De todos modos, sí que tengo mis fetiches de autora y me gusta usar libretas bonitas. Si, por ejemplo, me apetece escribir cuentos de hadas, tengo un maravilloso cuaderno verde ilustrado por Brian Froud que, solo con verlo, te inspira. Para cuentos más oscuros, tengo una libreta roja y blanca que me compré en la exposición de Drácula en CaixaForum. Lo que al final acabará ocurriendo es que las mezclaré y el cuaderno de hadas acabará con historias oscuras.
– ¿Escribes a mano, Gemma?
– Combino mano y ordenador. Una vez oí a una escritora decir que había grandes párrafos que nunca se verían publicados porque se habían quedado en la cabeza del escritor, ya que, cuando se le habían ocurrido, no tenía con qué apuntarlas, y al llegar a casa las palabras ya no eran las mismas. Eso se me quedó grabado y siempre intento llevar una libreta conmigo. También tengo el ordenador y el móvil plagados de notas que quién sabe si algún día recuperaré. A veces hasta le he enviado a mi pareja mensajes de audio con notas para mí misma.
De vez en cuando me ocurre algo eléctrico, como de médium: cojo el bolígrafo y la libreta y, no sé por qué, empiezo a escribir de manera automática con una letra horrible. Lleno dos páginas y cuando llego a casa y compruebo que esas líneas me cuadran con la historia que estaba escribiendo en el ordenador, la sensación es de éxtasis.
– Los autores que publicamos en el podcast tenemos el sueño de vivir del cuento. ¿Cómo vive del cuento Gemma Solsona?
– El cuento ya forma parte de mí, no me imagino la vida sin él. Si escribo es porque antes he sido una devoradora de libros, empezando por los relatos y las novelas juveniles. Un libro fetiche para muchas de quienes escribimos es Mujercitas. También recuerdo Los Cinco y Charles Dickens. Con diez años no dejaba de leer a Agatha Christie. Más adelante vino la pasión por el realismo mágico: García Márquez y Allende. Luego descubrí a Capote, que es uno de mis escritores preferidos, y a Juan José Millás. Hace tres años leí por primera vez a Shirley Jackson y dije, “¡Dios mío!, es una de mis musas”. Me hubiera gustado cenar con ella, con Angela Carter y con mi Ana María Matute. Leyendo todo eso, es imposible no caer en el limbo extraño que me produce imaginar historias.
Lamentablemente, no puedo vivir del cuento, pero vivo con el cuento. Muchas de las cosas que me gustan están relacionadas con contar historias.
– Has participado y coordinado numerosas antologías de relatos. ¿Son la mejor salida para los cuentos?
– Creo que hoy en día el cuento se está valorando más que antes. Mariana Enríquez, con Las cosas que perdimos en el fuego, hizo mucho para la gente valorara el relato como un género narrativo que puede llegar al gran público y no solo a los que escriben. Las antologías de relatos son otra forma de hacer llegar el género al lector y de que conozca diversas voces para que les dé una oportunidad.
Las antologías que a mí me gustan son las que están orientadas a un tema concreto. Por ejemplo, una antología de brujas o una antología de homenaje a Bradbury en las que cada voz aporta su granito de arena y su visión sobre la temática o el autor.
– Hablemos un poco de proyectos de futuro. En 2021 publicarás tu cuarto libro de relatos, Blancogramas, ¿qué encontraremos en él?
– Blancogramas será mi libro más oscuro hasta el momento. Consta de siete relatos y lo publica InLimbo, una editorial que nació durante la pandemia, en marzo de 2020. Aunque el blanco se relaciona con la pureza, muchas veces me resulta más inquietante que el negro, porque, como decía Mónica Ojeda en Mandíbula, el blanco es un color que siempre está a punto de ensuciarse. Es como cuando en una película aún no ha aparecido el monstruo: es mucho peor lo que tú tienes en la imaginación que lo que va a aparecer en pantalla. Por eso el blanco me resulta escalofriante. Además, me di cuenta de que el blanco apareció en los títulos de dos o tres relatos muy oscuros que estaba escribiendo y me pareció curioso. Se lo comenté a Ana Martínez, editora de InLimbo con la que ya había colaborado en las antologías Donde las hadas no se aventuran y Ars moriendi: cuentos de la no vida, y le gustó la idea.
En Blancogramas también aparecen obsesiones como la infancia, los áticos y los desvanes, ya que en los últimos meses he entrado en contacto con las locas del desván a través de El ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys. Las locas del desván son personajes que nos pueden recordar a las antiguas brujas y se contraponen a la figura del ángel del hogar: eran las mujeres que querían ser libres y no hacían lo que se esperaba de ellas, y por ello se las consideraba locas.
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